El misterioso castillo Bellucci en Tegucigalpa.

El misterioso castillo Bellucci en Tegucigalpa.
Castillo Bellucci. Tegucigalpa.

domingo, 5 de junio de 2011

Del amor a la muerte.

© Obra de Leticia de Oyuela.
Dos Siglos de Amor. Editorial Guaymuras, Tegucigalpa, Honduras, primera edición, agosto de 1997.



El vapor ¨Stella Madis¨ fondeó en la Bahía del Puerto de Amapala, donde la población se preparaba para recibir el año nuevo. Hacía apenas dos años que se había entrado al nuevo siglo y las pasiones políticas se habían volcado en la búsqueda del poder con ansiosa procacidad. El Presidente Sierra había reunido tres años antes una junta de notables y los nombres que se barajaban además del suyo, era el de José María Reina Bustillo, el de César Bonilla y el de don José R. Dávila. Un alemán de nombre Franz Altchul Tietjen parecía ser el hombre ideal como Ministro de Fomento, que sustituiría al brillante progresista que fue don Francisco Planas, quien había firmado contratos con algunos arquitectos europeos, sobre todo italianos, para desarrollar el segundo ensanche de Tegucigalpa y para convertirla en una ciudad muy bella, además de funcional.

Desembarcaron en Amapala, en un medio cosmopolita, el Arquitecto Giovanni Belli, acompañado del geómetra Augusto Brezan y don Carlos Belucci, todos ellos en la flor de sus treinta años. El asunto era ver la posibilidad de que se les cumpliera el contrato refrendado por el Ministro Planas.

Estos jóvenes que habían abandonado la Italia enardecida por los intereses de los socialistas que habían tomado Roma en el comienzo del nuevo siglo, de una manera u otra venían escapando de la represión desatada por el imperio astro-húngaro, que ya había tomado el tacco de la bota y que hacía que Trieste, Venecia y Génova tuvieran tomadas sus instalaciones principales por los aliados alemanes.

Casi todos ellos eran garibaldinos que habían recibido los premios de la escuela de Arquitectura y Construcción que el conde de Cavour había donado con la idea de que Italia siguiera siendo cuna del arte constructivo.

Amaban tanto a su país, que su corazón se congelaba con la idea del abandono de su tierra natal. Sin embargo, no dejaba de atraerles el sentimiento de la aventura al otro lado del mar. Sus mentes fantasiosas habían creado en ellos aquellos placeres típicos de Italia y que se expresaban en la creencia de que el mejor sol del mundo se miraba desde las colinas cercanas al Vesubio, de la misma manera que la luna que manchaba el orto nocturno de Génova era insustituible.

Amapala era para ellos una ciudad cosmopolita como podría ser Rívoli y Nicosia. El calor húmedo, diluido por la brisa marina, parecía ser totalmente reconfortante. La pensión o el pequeño hotel que tenía doña Lizarda Rodríguez o la casa de huéspedes de doña Lola Romero, eran sitios muy similares a las casas de transeúntes de las italianas que poblaban el Bósforo o el Cuerno de Oro.

Alemanes, franceses y norteamericanos se integraban en gran armonía con las familias locales, en una interesante y justa distribución del trabajo. Un hálito de vida era el mestiere de toda la población que en las nocturnales báquicas hacían un pandemonium del goce, de la vida, la comida, la noche y el mar.

Así fue como los tres italianos se aventuraron a conocer Playa Grande, la hacienda El Carmen y Gualora. Impresionados apreciaron aquel punto mixto, donde las gentes vivían con aquella intensidad como que el mundo se iba a acabar al día siguiente. En las ¨sedatas¨ del Club lánguidas orquestas, integradas en su mayoría por salvadoreños del otro lado del Golfo, entonaban tristes canciones de amor en aquel marco de gentes venidas de todas partes del mundo.

Como de costumbre, los italianos dicen tener mucha prisa pero saben esperar, y se quedaron disfrutando de aquellas olas cálidas cerca de una semana mientras conseguían, con una de las familias alemanas, una recomendación para el Ministro de Fomento ¨herr¨ Franz Atschul para que les ayudara a hacer efectivo el contrato que había firmado años atrás.

Así fue como iniciaron gozosos y sorprendidos su vía crucis para internarse en el país hasta llegar a la ciudad de Tegucigalpa. Estando ya en tierra firme llegaron a un pequeño poblado llamado Nacaome, donde encontraron a una familia oriunda de Palermo de apellido Aronne, dedicada al comercio, quienes les brindaron hospedaje con gran gentileza y cariño.

El viejo carmelitano les explicó con gran crudeza que el país se encontraba totalmente desorganizado y envuelto en levantamientos que más que guerra civil, parecían vendettas entre caudillos que se traicionaban y se aliaban comme piuma al vento. Los jóvenes se dedicaron en las horas muertas a hacer algunas imágenes religiosas en la piedra caliza que encontraron alrededor, como para advertir que aún conservaban las destrezas, y poder recuperar algún dinero que les evitaría descoser sus chaquetas en donde traían las pocas monedas que respaldarían su vida en ese país.

Así fueron conociendo aquel país de apariencia ruda pero de gran hospitalidad. Lo mejor que tenía la tierra era su gente y sus paisajes. Una topografía singular les recordaba muy a menudo los Apeninos agrestes, e inclusive los Alpes nebulosos del Tirol italiano.

Además era impresionante ver las mujeres autóctonas, libres, gallardas y sin sentido del pecado. Al empezar a tratarlas eran hoscas y ensimismadas, pero al final esto parecía una especie del desarrollo de un sainete, una comedia hábilmente montada, porque una vez rota la introspección, eran parlanchinas y se soltaban la trenza movidas por una especie de falta de cariño o de comprensión. Aún las más rígidas tenían un sex appeal que sabían manejar con gran habilidad y coquetería.

Los tres amigos estaban de acuerdo en que les gustaba esta tierra incógnita y que las molestias ocasionadas con las tropas de los ¨revolucionarios¨, eran más o menos las mismas incomodidades resultantes de los viajes por Italia al encontrarse con bandidos y asaltantes. Por lo demás el país parecía totalmente aromatizado por aquellos bosques inmensos y aquellos ríos caudalosos, donde aún se podían ver especies zoológicas únicas y maravillosos materiales de construcción.

Canteras de piedras de colores, tierras y basaltos ideales para el revestimiento y sobre todo gredas y arcilla que demostraban cómo la cultura anterior hizo de la cerámica y de la alfarería su quehacer principal. Y qué decir de aquellos bosques pletóricos de maderas, unas muy apreciadas y otras desconocidas. Maderas de colores que prácticamente no necesitaban más que un poco de cariño para su pulimento, ya que su sola demostración era un verdadero espectáculo.

Cuando por fin arribaron a la capital, habían dejado amigos en casi todos los poblados, e inclusive algunos pequeños monumentos funerarios, como aquel que habían realizado para un inglés difunto y maestro masón, enterrado en su soledad familiar por la caridad de los vecinos de Nacaome. Además habían recogido –lo que ampliaba su pequeña comitiva- a tres muchachos adolescentes que habían sido entrenados por sus madres en el arte de la terracota y que consideraban que se podían convertir en el futuro en verdaderos artistas de la escayola.




De su breve estadía en Sabanagrande, habían tenido noticias de la existencia de una pequeña pensión de doña Pura Bonilla, en las inmediaciones de la plazoleta de San Francisco, donde pensaron alojarse provisionalmente. La casa era amplia, limpia y en ella habitaban estudiantes, empleados de comercio y en una de las esquinas de la casa funcionaba una pequeña pulpería, sitio muy particular que era una especie de tienda donde se vendían artículos de necesidad cotidiana que van desde los fósforos, tabaco, hasta jabón y en fin, todas aquellas minucias que pueden faltar en una casa de barriada, de un momento a otro. Sin embargo, la pulpería no solo era eso, era también un sitio de reunión donde se podía tomar un refresco o una cerveza hecha en casa, que los nativos llamaban ¨levadura¨, inclusive departir desde chismes políticos hasta noticias menores de la vida y costumbres de las personas.

Los jóvenes se acomodaron en una habitación grande y espaciosa que tenía tres camas de una limpieza y sencillez casi clerical. Aparte de ellas había solamente un armario de tres cuerpos con sus respectivos espejos y una ¨victoria¨ o coqueta, con un servicio de toilette. Los amplios corredores estaban poblados con hermosas macetas que derramaban helechos y líquenes, donde aparecían de vez en cuando perfumadas violetas y geranios imperiosos. Visillos de inmaculada blancura cubrían puertas y ventanas, incluyendo aquella gran puerta que daba hacia el llamado corredor, que más bien era una logia al estilo de las antiguas casas romanas, donde la vetustez arquitectónica hacia que las partes frontales estuvieran detenidas por pilastras sin acabar, que eliminaban las originales zapatas de madera al estilo hispánico.

Esa parte renovada era una especie de guarda almacén donde se apilaban baúles de latón, así como algunas piezas de muebles sacados de uso, amén de la leña que había apilada para el servicio de cocina y cajas que nutrían la pequeña pulpería. Los nuevos huéspedes, entusiasmados por el clima templado de esos iniciales días dicembrinos, se apoderaron también de la parte que les correspondía del corredor, colocando el él algunos instrumentos de trabajo llevado consigo, con el propósito de hacer allí su propio taller.

Doña Pura era una mujer alta, con cabello prematuramente blanco y ligeramente rizado, que en sus mejores días dejaba suelto, colocándose con una cierta coquetería una flor de color vivo que contrastaba con aquella cabellera nívea. Con ojos de tono indeciso, a ratos dejaba transparentar una dulzura triste y acongojada, sobre todo en las noches en que pulsaba la guitarra, entonando tristes canciones de amor. Posiblemente de los tres italianos el más fantasioso era Giovanni Belli, cuya intuición se avivaba por aquel temperamento y sensibilidad artística que lo dominaba.

Muchas veces fantaseó sobre doña Pura, explicándoles a sus compañeros que doña Pura tuvo que haber sido una mujer muy bella, con algún extraño pasado que a él le interesaría descubrir. Para reafirmar su teoría, Giovanni, a quien doña Pura y las empleadas llamaban cariñosamente Juancito, la observaba con curiosidad después de aquellos copiosos almuerzos y el sopor tedioso de la tarde, cuando toda la casa, menos doña Pura y él, hacían la siesta.

Así fue como Juancito se percató de que bajo aquella apariencia de dureza y de virtud, doña Pura tenía unas carnes firmes, unas esbeltas piernas y sobre todo aquella tez de un color nácar sonrosado. Era una mujer vivaz e inteligente, tal vez un poco desengañada de la vida y de las experiencias negativas que la agobiaron constantemente, reduciéndola a mantener una familia formada por dos hijas, de las cuales una de ellas estudiaba en Guatemala y la otra, mal casada, había vuelto a casa viuda y con dos hijos.

Era difícil precisar la edad de doña Pura, porque su belleza estaba en relación directa con su humor y, sobre todo, con las preocupaciones que nublaban aquella hermosa cabeza. El día que le ofrecieron pagarle la pensión por anticipado, doña Pura los regaló con un banquete en su honor, en el cual participaron algunas de sus amigas más íntimas, como doña Trinidad Lardizábal viuda de Xartruch. Su joven primo, don José María Bonilla, dependiente de la firma de don Ignacio Agurcia, les recomendó visitar al señor Henry Gaston Burgois, un ingeniero muy entendido y Director de Obras Públicas. El les conseguiría una recomendación del Ingeniero Genizzoti, que vivía en el vecindario y que, siendo italiano, los podría introducir con mucha propiedad con el Ingeniero Burgois.

Los pobrecitos anduvieron durante las dos semanas siguientes como Herodes a Pilatos. Visitaron al Ingeniero Hermógenes Nolasco, al Ministro Altschul y a cuantas gentes les recomendaron que vieran. Todo mundo era muy amable, muy gentil, inclusive eran gentes muy educadas, pero ninguna tomaba una decisión sobre el destino de ellos.

Fue por doña Pura que se les ocurrió –después de un viaje que hicieron a la ciudad gemela de Comayagüela- que comentaron que era una ciudad con un porvenir arquitectónico, porque estaba en un valle plano y tenía calles bien trazadas y amplias, crear una compañía para construir casas en muchos de los predios que estaban abandonados a causa de incendios provocados por las reyertas militares. Doña Pura, muy animada, les explicó esa noche que ellos se podían asociar y crear una compañía constructora. Les hizo cita para el día siguiente con el señor Ciriaco Velásquez, que era poseedor de un predio baldío frente a la plaza de Comayagüela. Así empezó esa compañía que incluyó un grupo de jóvenes albañiles, entre los que estaban Leónidas Valeriano y Alejandro Irías, quienes trabajarían al lado del joven raggionero Augusto Brezani. Mientras el joven Bellucci montaba una pequeña empresa para producir ladrillos y materiales, que serían el primer banco de construcción. Para ellos la vida cambió a una febril actividad lo cual les permitió montar su propia casa en una de las calles transversales a la avenida principal que las gentes llamaban Calle Real de Comayagüela.



Castillo Belluci. Barrio La Leona, Tegucigalpa. 1994. (Fotografía: Jorge Valladares V.)


Un Norteamericano que llegó en busca de minas algunos años atrás había trazado el plano emparillado de esa ciudad, en compañía de don Gabriel Reina. Fueron pagados con solares de ese sector, con lo cual negociaron un solar de 12.50 X 25 varas en la cuarta avenida, donde hicieron un pequeño edificio, como una especie de campionario de sus destrezas y habilidades, dejando una linda casita de dos plantas, con un balcón tallado, donde dos cabezas de atlantes eran los arbotantes que sostenían el balcón. La construcción atrajo la atención y así surgieron muchos contratos.

Mientras tanto, del contrato original que los había hecho llegar al país, no se resolvía nada. Hasta que un día, por fin, el Ministro Altschul se acordó de ellos. Les encargó una serie de monumentos funerarios que habían sido decretados y cuyas partidas habían sido utilizadas en otros destinos. Así fue como el pobre Giovanni Belli, o Juancito, pudo abandonar los trabajos de yesería y escayola realizados en molde, para realizar aquellas construcciones de nuevos ricos y reproducir los rostros del General Enrique Gutiérrez Lozano y don José María Zelaya en mármol de carrara solicitados a Italia vía la Habana.

El panteón de Tegucigalpa y Comayagüela era un interesante monumento construido apenas veinte años atrás, con un frontispicio neoclásico y una organización que daba a una avenida central y calles laterales, el mismo espíritu que animaba el trazo de Comayagüela: es decir, emparillado lineal rematando los ángulos con espacios para pequeños jardines y sutiles arboledas. Volver a ese espacio de necrópolis significó para Juancito, con gran alarma para doña Pura –que lo seguía viendo con un amor maternal- un espacio que lo impregnaba de una melancolía nocturnal por la muerte. Nostalgia de disolver en la nada, amor por la indescifrable incógnita final que siega la vida en espera del desconocido más allá.

El pobre trataba de llenar los espacios vacíos con una exacta intensidad de amor a la muerte. Primero fue internalizar los dos personajes que póstumamente iba a retratar. Desarrolló un delirio por la personalidad del General Gutiérrez, el famoso ¨niño dulce de los salones de Guatemala¨, que gozó tan intensamente como la imagen misma del padre. Hizo propia la idea – impresa en los relatos del Doctor Rosa – de la madre de don Enrique, la bellísima Margarita Lozano, en un recuerdo vivo de su madre desaparecida allá en las lejanas regiones de su mediterráneo natal. Su gran desafío estuvo en poder imprimir, al frío mármol, un sentido memorable de aquellos ojos verdes.

En cambio, para el patricio don José María Zelaya, pidió prestada la serenidad del rostro de un dios griego, voluntarioso y firme, caballero de la justicia y del honor, cuya majestuosidad se centra en las virtudes del patricio y que se adhieren indisolublemente al hombre probo de la vida doméstica.

También trabajó ángeles llorosos y famas victoriosas. Pequeños eros que embellecían la muerte, como destino irrefutable. Era la idea de la época: la muerte como amada o amante, dadora y cegadora de la vida, perpetuo ondular, zigzagueante entre el eros y el thanatos. Es decir, el movimiento cósmico pendular que nos lleva perpetuamente del amor a la muerte. El amor como condición necesaria para la vida y la muerte como sublimización del amor. La sublimización de ver a thanatos como la musa que hace de la muerte la testigo excepcional que acredita la existencia de eros.

Mientras recolectaba información sobre los dos personajes, Juancito Belli entró en aquellas crisis existenciales, que le solían pasar antes de realizar uno de sus trabajos creativos. En compañía de Augusto Brezan recorrían, con el pretexto de indagar sobre los dos ilustres difuntos, bares, cantinas y restaurantes de moda o turbios expendios de aguardiente. Iban de los elegantes bares de la cercanía de la Plaza Morazán, a los tugurios sombríos de la primera avenida de Comayagüela que más de una vez soñaron en transformar en opulentas casas del art nouveau, con sus decorados de paticerie y elegantes atrios frontales, que el clima reclamaba para el disfrute y goce del esplendor de la vida.

En ese recorrido fue como conoció a una morena de estampa sinuosa, largas piernas y de ignoto origen. Lo trataba con ese juego tan antiguo, como es el devaneo que hace entrever el día de hoy un sí rotundo y el día de mañana otro tan enfático, como hiperbólicamente negativo. Era el viejo juego de la gata y el ratón, que en su fantasía hacía volver al pobre Giovanni a su vieja Italia, sobre todo a Nápoles de su infancia o la Roma trasteverina de sus días universitarios.

Giovanni se sentía como en altar con aquella relación cruel y perpetuamente despechada. La amada Clara Borjas, era hija ilegítima de su maestro de obras Juan Borjas y aquella flor nocturna manejaba muy bien su doble vida: por las mañanas era la hija de familia que llegaba a dejarle el almuerzo a su padre, Juan Borjas, y por las noches trabajaba en ese condenado bar, que pretensiosamente se llamaba como el neoyorquino ¨Del Mónico¨ , donde concurría una pléyade de jóvenes intelectuales, estudiantes promisorios de la vida política del país.

Todos ellos pobretones, brillantes y grandilocuentes, eran admiradores del paisano D´Anunzio y del Avant-Garde parisina. Todos ellos habían leído a Po y se refosilaban ya en las ideas de Nietzche; ninguno tenía un peso, pero presumían de grandes señores. Sobre todo con las mujeres que, como Clara, oían sus largos discursos embelesadas y soñadoras.

Hasta qué un día el pobre Giovanni, sin aguantar más aquella ira reprimida, ala esperó a la salida del bar. Le reclamó, con dureza insistente, que definiera a quién entregaría no sólo su amor sino sus encantos. La joven, que en ese momento colocaba sobre sus hombros semidesnudos un chal bordado con largos hilos de seda, empezó a reír entornando aquellas largas pestañas que ensombrecían sus inmensos ojos oscuros, y riéndose contestó: Italiano loco, yo voy a querer al que me dé la gana y no al que me presione. Y continuó meciendo las redondas caderas calle abajo.

Al día siguiente, el Diario de Honduras consignó la nota luctuosa que daba cuenta de la muerte del arquitecto italiano Giovanni Belli, artista del cincel y autor de las bellas estatuas que honran por la patria, a los distinguidos patricios General Enrique Gutiérrez Lozano y don José María Zelaya. Falleció trágicamente ahogado en las inmediaciones de la poza El Tabacal, del río Grande de Choluteca.


Fuentes:

1. Perry G.R.:Directorio Nacional de Honduras. Spanish American Directory Co. Times Building, New York, USA, 1899.
2. Contrato para la elaboración de tres estatuas de mármol de carrara. La Gaceta, Tip. Nacional, Tegucigalpa, 1899.
3. El Diario de Honduras. Necrológicas, 18 de septiembre, 1901.